Nacido en un momento en el que Madrid empezaba a expandirse entre campos y caminos de tierra, el barrio de Salamanca es fruto de una planificación esmerada, trazada con regla y compás, concebida como símbolo de modernidad y elegancia en una capital en plena transformación.
Para entender el nacimiento de este vecindario, debemos trasladarnos al siglo XIX, a lo largo del cual, la capital había experimentado un crecimiento poblacional significativo, impulsado por la Revolución Industrial y reformas políticas. En 1857, la ciudad tenía 271.254 habitantes, y se estimaba que en 100 años llegaría a 450.000 (cifra que se superó mucho antes, en 1887, cuando alcanzó los 470.283). Este aumento de población amenazaba con desbordar la capacidad del casco histórico, generando problemas urbanos y de salud pública. Ante la situación, Isabel II pidió a su ministro de Fomento, Claudio Moyano, un proyecto de ensanche, que fue confiado al arquitecto Carlos María de Castro. El anteproyecto se aprobó en 1860.
El Plan Castro, que contemplaba las áreas de Moncloa, Chamberí, Arganzuela y barrio de Salamanca, proyectaba una ciudad higiénica y funcional, con calles anchas, alturas limitadas y amplias zonas verdes. La inspiración de este proyecto fueron las transformaciones urbanísticas de París, especialmente en la renovación llevada a cabo por Georges-Eugène Haussmann (1809-1891). La modernización de la capital francesa, con sus amplios bulevares, jardines públicos y un avanzado sistema de saneamiento, se convirtió en un modelo adaptable a las necesidades madrileñas del momento. Así, influenciado por el “Faubourg Saint-Germain”, el arquitecto trazó un plan ortogonal y racional que buscaba hacer una ciudad más ordenada, salubre y elegante, con avenidas como Serrano, que evocaban los bulevares parisinos.
Un marqués #muymonbull
A esta época tan fascinante perteneció Francisco de Cubas y González-Montes, más conocido como el Marqués de Cubas (1826-1899), una figura clave en la transformación de Madrid en una ciudad moderna. Arquitecto, aristócrata y visionario urbanista, su huella puede verse tanto en grandes obras como la catedral de la Almudena como en el crecimiento ordenado del barrio de Salamanca, del que fue uno de sus principales impulsores. A lo largo de su trayectoria, combinó su faceta de promotor con un fuerte compromiso por embellecer y modernizar la capital. Defendía una ciudad elegante, bien trazada, con amplias avenidas y espacios residenciales pensados para la nueva burguesía madrileña.
Parte de su legado aún puede admirarse en el paseo de Recoletos, donde se conservan dos de sus construcciones más representativas: el palacio del marqués de Alcañices (conocido hoy como el palacio del duque de Sexto), en el número 13, y el palacio de López-Dóriga y Salaverría, en el 15. Ambos edificios, con sus detalles arquitectónicos y su porte señorial, nos hablan de una época en la que Madrid soñaba con parecerse a las grandes capitales europeas. El marqués de Cubas fue, sin duda, uno de los que hicieron posible ese sueño.
Pero si hay un lugar donde el legado de Cubas se hace especialmente tangible, ese es su antigua residencia, convertida hoy en el espacio Monbull Jorge Juan. Un lugar exquisitamente reformado que conserva el esplendor original de la vivienda del arquitecto. Basta cruzar el umbral de Jorge Juan 15 para que la historia comience a revelarse en cada detalle. El acceso al inmueble se realiza por una impresionante escalinata de mármol de Carrara custodiada por un león alado, símbolo de poder y protección. Subiendo por sus peldaños resulta fácil imaginar el esplendor de una época en la que esta residencia era el reflejo del gusto y la visión del marqués.
A día de hoy, el espacio conserva elementos originales que hablan de su historia: el suelo de caoba y nogal con patrones geométricos, las chimeneas francesas, los radiadores de hierro fundido y la estructura de madera que sostenía las puertas correderas del salón. A todo ello se suman los cuatro balcones que se abren a la calle Jorge Juan, desde una luminosa sala principal decorada con frisos de yeso, que permiten imaginar la vida de una casa pensada para mirar y dejarse ver. Con unos 200 metros cuadrados, este lugar mantiene el equilibrio entre el encanto señorial del siglo XIX y las comodidades modernas, recordándonos que esta casa fue, en su día, un ejemplo adelantado a su tiempo.